mercredi 27 juin 2007

The Past Precedes


La madrugada se acercaba, aparecía. Nacía y el maquillaje se le corría. Se asomaba y el peinado se descabellaba. Madrugaba y su cuerpo se caía.
Le costaba destronarse de sus tacos altos, para con sus pies ya descalzos volver a sí. Volver, aterrizar, sentir, sentirse.
Su imagen se desmoronaba con los primeros rayos de sol, esos que con ella entraban al traspasaba la puerta. Sus ojos se humedecían al chocarse con semejante insustancialidad envuelta en cuatro paredes, al volver al laberinto de fantasmas que habitaban en su llamado hogar.
Era una desnudez casi hiriente. El frío de las baldosas que corría por sus tobillos, se arrastraba por la pantorrilla y llegaban amenazando al más sabroso de los muslos. Primero la punta del dedo mayor, las demás llamas de los dedos, la planta del pie, el talón. El tacto, el contacto. De vuelta; sentirse.
Cada espacio de la sala se veía invadida por una soledad fascista e infinita que llenaba hasta esos rincones iluminados por las minúsculas transparencias del amanecer. Ésta era como un ser con vida propia pero abstracto, tan abstracto como gaseoso –no abstracto-. Un ser fácil de esfumarse y esparcirse, alcanzando así cada huella que mostrara el cargado transitar del tiempo. La acompañaba, la seguía -siempre lo hizo- hasta en lo oscuro de sus pupilas. Somos nuestros propios esclavos.
Ella era y la simpleza de ser era un proceso tan vital como doloroso. Era nadie y su pretender tan artificial era todas las mujeres a la vez. En cada transformación, ella volvía –o recordaba- ser eso que siempre era y se olvidaba. Esa mujer que era e intentaba enmascarar, con pinturas adolescentes, antifaces libertinos y una pose sociable.
Ella era eso que ni hasta su cama lograba cobijar, ese fantasma del que ella temía, su propia soledad.

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