mercredi 27 juin 2007

Doisneau la llamo "Los Amantes", pues yo también.


Es lo que siempre tuve: falta de fe en la historia, olvido de los principios.
A. Rimbaud


La oficina cumplía en mi vida un lugar controversial, era una simbolización de las dos partes que se confrontaban en mí; maldita pero sagrada, era la atracción y el rechazo, y tanto como me unía a él también me alejaba.
Todo comenzó 3 años después de haber entrado a la empresa, cuando una noche en su oficina tuvimos nuestra primera vez. A partir de esa noche, las 8 horas diarias que compartíamos trabajando se volvieron mi infierno; desde la primer pisada que daba, ese ruidoso contacto que emitían mis tacos en la vereda del edificio de la calle Figueroa, mis rodillas empezaban su temblequeo y mis uñas iban directamente al filo de mis dientes, nuestros cuerpos empezaron a cruzarse entre tolerancia y disfraces. Teníamos que negar toda atracción física, y cuanto más distantes nos mostráramos mejor, para él.
Aparte del café y el cigarrillo, que encerraban como paréntesis la complicidad del acto que nos unía, el sexo era de nuestros placeres el más fluido. Era lo que mas me gustaba acerca de él, porque su soberbia por mas incitante que fuese, era hasta peor que su egocentrismo. Él siempre acompañado, y yo formalmente soltera era mantenida en los suburbios de sus secretos más bochornosos. Pero no importaba el lugar, sabíamos disimular entre nuestros colegas, y quizás era gracias a la intensidad de lo ilícito que sobrepasar ese escenario era cada vez más excitante, y ya en nuestras últimas veces salíamos con miradas airosas.
A él nunca le gustaron las mujeres rellenas; para él, yo era solo un par de tetas, me lo recordaba con sus manos una y otra vez, hasta en público con sus tentaciones que se entrometían en el tumulto de gente. Sus ojos tan negros como malignos hacían juego con su traje preferido, su poder de seducción era innegable y hasta admirado por la mayoría de las personas que lo rodeaban. No podía rechazar su cuerpo por más denigrante que haya sido su propuesta.
La cercanía de nuestros cuerpos mantenía una velocidad ciclotímica. La imagen de los dos escabulléndonos por detrás de las puertas sonaba tan gracioso como la imagen añeja de películas mudas pero acompañadas por canciones de Charles Aznavour. Todo realmente empezaba por el atrevimiento de las propuestas, quizás implícitas en la perseverancia de las pupilas fijas y en los labios fruncidos. Las mejores de las convergencias sucedían cuando la magnitud de las expectativas no inundaban las posibilidades del suceder, y así comenzaba el acercamiento; mi mano que acomodaba el mechón sobre mi frente, el bretel del corpiño, bajaba por el borde grueso de la remera de algodón hasta rozar con mi pantalón, para luego llegar zigzagueando a su hombro, que acompañado por mi boca sobre su oído hacia que mi cuello tuviera que rozar el suyo.
El simple hecho de abrir la puerta del auto, entrar al ascensor de su departamento o cerrar la puerta del baño del lugar de donde estábamos significaba el comienzo de un choque violento que arrasaba con todo tipo de superficie corporal cubierta, y más de una vez llegamos a lastimarnos -siempre tuvimos esa obscenidad jovial que nos llevaba a un ritmo acelerado de coger- mi espalda contra el espejo del baño, el suyo contra el metal del ascensor, mis piernas entreabiertas en el borde de la cama. Solía perder los botones de mis camisas, sus cintos terminaban rotos y con alguna marca de rasguño viejo en la espalda.
Tuve que soportar todo tipo de escena de seducción, porque aparte de ser el preferido del Sr.Notra –nuestro jefe- también era el de las secretarias, todas verdaderas “asistontas” de abogados profesionales como lo era él.
Como mujer de ilusiones quebradas, siempre tuve mis impulsos y mis intentos de acercamiento hacia él en pleno hábitat laboral. Y me duele admitir que al principio sufrí de una credulidad casi flageladora, que me condujo a principios de una claustrofobia cada vez que lo veía negarse a un acercamiento sexual conmigo, negándose a mi-nuestra creída rutina. Su respuesta era siempre un rechazo escénico seguido por un sigiloso acercamiento por detrás de alguna puerta cerrada, me rozaba fácilmente las partes íntimas y se iba. Como caramelo todavía envuelto me encontraba entonces todas las mañanas, en el baño, o en su defecto debajo de mi escritorio con las persianas bajas, luego de ese minúsculo acercamiento con la sensación de ser ahogada por el incendio interior que me dejaban sus dedos, intentaba llegar y ahí es cuando me daba cuenta cuánto necesitaba de los suyos.
Supongo que fue luego de un tiempo sin ni siquiera tocarnos, que aprendí con mis propias técnicas llegar al más satisfactorio de todos los orgasmos. Recordaba su lengua en mis partes, redondeando con suavidad toda cavidad húmeda. Y de alguna manera era mi revancha hacia su ausencia sentir que podía llegar por mí misma.
Más de una vez intenté acercarme a su interior, y quizás fue ése mi peor error; tratar de nadar en esa superficie tan frívola e insulsa como era él. La “relación” intentó culminar en un final de semen amargo, pero mi predicción era errada. El sabor era como el dicho, pero era demasiado ingenuo pensar que el final estaba cerca.
Después de esos 4 meses sin su cuerpo y la perdición que producía la falta de su tacto, me encontré tan vulnerable como semi-desnuda, desesperada en la puerta de su departamento con su vino favorito y un paraguas en mis manos. Vacilé en mis últimos pasos hacia la puerta pero no en el momento de abrirla, otro indicio de ingenuidad; pensar que el uso del timbre no era una opción para mí.
Estaba sentado junto a la ventana, del otro lado llovía y el vidrio estaba empañado. Todo me recordaba a “Una lluvia Irlandesa”. Sus ojos se mostraron sorpresivos y rápidamente corrió hacia donde me encontraba, mientras yo absurdamente usaba el paraguas como armadura. No dudó en recibir mi beso y me abrazó durante el mismo tiempo que tardamos en terminar encamados.
Noté que estaba ausente –tardo en terminar- y que dudaba en emitir ciertas frases hasta que su boca pronunció las palabras que cambiaron mi rumbo; “Estoy comprometido…y la quiero”, yo realmente no pude entenderlo. Un excremento social como lo era –y sigue siendo- no podía verdaderamente querer a alguien, y no creo que lo haya hecho aún. No solo su interés es solo material sino que no tiene otra preocupación que lo estético, ella era otra de sus victimas pero no pretendía defenderla, tenía que seguir siendo mío como una vez lo creí haber sido.
Me enojé y acostada le di la espalda, se acurrucó contra mí y pronunció algunas palabras que sonaron a ruido y no remediaron mucho el momento. Mientras él trataba de explicarme el cómo de la situación, el teléfono sonó y pasé de estar estupefacta a ser una demoledora esquizofrénica. Con mi brazo arrasé con todos los objetos cercanos, y cuanto más me abrazaba por detrás intentando calmarme peor era mi rebeldía; más se estremecía mi lado violento. Las lágrimas comenzaron a caer enrojeciendo mis cachetes, y él aferrado a mi espalda, tapaba mi boca intentando desvanecer todos mis gritos.
Lo sospeché, lo supuse y lo confirmé, era ella. Realmente no entendí cómo dude en agarrar el teléfono y confesarle en llantos lo mierda que él verdaderamente era, y cuanto hacía que “estaba” conmigo.
La despidió con un “beso” y un “amor” en la misma frase, y no tuve otra opción que tirarme desahuciada a la cama. Trató, con un tono nervioso y un vocabulario para nada usual de él, contarme su historia y cuánto la quería, pero inmediatamente corrí hasta la puerta donde intento frenarme, y finalmente salí. Desgraciadamente no pude hacer más de 3 pasos sin largarme a llorar de vuelta y en el porche del edificio me vi rodeada de síntomas que presagiaban un ataque de pánico. Mi vista se nubló y de a poco dejé de sentir las piernas, cuando me desperté estaba en su cama, con sus ojos y los de ella mirándome lastimosamente.
Esa fue la última vez que “hablamos” extendidamente. Recordaba poco de esa noche y dicho por mi analista, era mejor que no lo hiciera. Después de un par de meses comencé a trabajar en tribunales, y todavía avergonzada lo dejé a él atrás.
Atrás… atrás hasta que unos años después de ese último encuentro, ése en el que mis ojos apurados por el ascensor que se cerraba se despedían de su cuerpo, esa misma madrugada en la que no pude pronunciar su nombre al huir, después de ese instante en el que me creí lo suficientemente fuerte para olvidar que él simbolizaba en mi una debilidad tan existencial como hiriente, supe que realmente nunca se había ido de mi cabeza, que la obsesión hacia él seguía consumiéndome como lo había hecho antes, y que nuestros cuerpos, como mareas perdidas en el vasto océano que es éste mundo, seguían controladas por una fuerza sobrenatural como son las atracciones gravitacionales. Todavía vamos y venimos, y ya no como colegas.

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