jeudi 28 juin 2007

La lenta máquina del desamor ...


Hace tiempo -y frio- y todavia estoy intentando permitirme tomarme un tiempo, un tiempo de mí, mi tiempo, tiempo,un tiempo temporal, un temporal acaba de llegar, que acaba llegando, que acaba, que llega (obviamente no es mi caso).

Quizas ésta es la explicación a la cantidad de almohadas que encierran mi cama -la exageración y el miedo a lo fragil que puedo volverme si la soledad transgrede las paredes-, a las similitudes que tiene mi piesa con una cueva, a la pila de libros que ya lleva 1m e intenta sobrepasar a la de películas, a la cantidad de capas de ropa con la que camino, lo mucho que como, lo poco que salgo, a la acumulación de pijamas y pantuflas, a lo mucho que te extraño si todavia no nos separamos.

Y todavía estoy en el intento de intentar.

"No me pierdas como una música fácil, no seas caricia ni guante; tálame como un sílex, desespérame".

mercredi 27 juin 2007

Alejandra love.

Ella no espera en sí misma. Nada de sí misma. Demasiado ensimismada.



Sabanas

La cama parece haberse ensanchado, las sabanas me congelan. La cocina parece tan grande mirada desde esta parte del rectángulo.
Por momentos prefiero mirar la pared, parece estar mas clara que mi cabeza. Cierro mis ojos tratando de dormir para evitar la lentitud de los segundos, éstos parecen no viajar y vos no estas. Te levantaste una vez mas para seguir escribiendo esa historia de la cual todavía no me queres contar.
Nuestra ropa tirada en el suelo, eso advierte un frió mayor. Mis pies necesitan los tuyos, pero parece que últimamente no los tenés. Tu volatilización.
Un escalofrío recorre toda mi espalda a velocidad luz, mis ojos se clavaron en la ventana. El vidrio casi empañado apenas deja mostrar la madrugada. Tu olor se impregno en mí. Tu cigarrillo, tu licor de piel, el perfume de tus besos. Tus labios todavía recorren mis brazos, murmurando bajo el sonido de la lluvia en el piso.
Recuerdo el acto furtivo en el que, con una sola mano, mi remera fue arrastrada de mi cuerpo y mi piel se ahogo con tu calor. Y como agua de un río, fui llevada por tus besos a un existencialismo corporal. Mi sordera; el grito de tus latidos.
Contemplo tu vandalismo, la cobardía de alejarte de mí. Este invierno que me hiela en plena primavera.
Estas sabanas blancas hielo me enfrían mas de lo común, mi cabeza salió estrellada hacia la puerta y volvió gateando rogando de rodillas una limosna de tu pellejo.
Y vos. Vos y tu frialdad, tu voz que suena como guitarra eléctrica distorsionada.
Tu instinto animal de morderme y dejarme sangrando. Prometo hundirte en mis heridas.
Vuelvo mis ojos a la pared vaga y mi cuerpo a la simulación de estar dormida, no me es fácil afrontar tus armas de distanciamiento, tus malditos silencios.
Me enrollo en las telas de tu cama, cada vez mas me parece estar perdida en esta telaraña. Agarrada de mis rodillas, me envuelvo en mi cuerpo. Solo trato de salvar mis sueños románticos ya asesinados. Desesperada en lluvias de llantos, en torbellinos de recuerdos; me choco con nuestros encuentros vagos. Nuestras miradas ya no se intersectan, ya no creamos nuevos colores y nuestra risa ya no forma una sola nota. Siento mi cuerpo en purgatorio, en espera de tu decisión, en espera de tu vuelta.
Levanto mis ojos buscando tus piernas, como siempre impacientes y neuróticas. Tus ojos guerreros, todavía no derrotados por el sueño, buscan en el papel la solución y el final. La mesa de madera al lado de la heladera es tu mejor guarida, el barco en el que te escapas cuando las cosas no marchan viento en popa.
Y yo, no menos astuta, acá estoy. Siento las arrugas de mi corazón en mis manos, congénita a este cuerpo partido por la mitad. Pero no voy a dejar que mi piel y su sofisma venzan mi dignidad, no esta enésima vez …
Dejaste de escribir, sacaste tus cosas del armario para armar un bolso de un tamaño inusual. Acaso te vas? Por otras piernas mas sutilmente abiertas o por aire fresco? Sí, aca huele a encierro, a sexo. Me miraste con pupilas que tratan de explicar, pero no soy un obstáculo, ya te dejé ir. Te dije adios, mis ojos humedos lo hicieron pero al no darte vuelta no pudiste verlos.
Y sí, tuve que hacerlo, era hora. Te seguí con mi mirada hasta la esquina de la casa rosa con patio grande, hasta que no pude leer más tus labios que murmuraban esa despedida nunca dicha. Me fue imposible dejar de mirarte, nunca me sentí tan incompleta. Jamás había sentido algo irse sin poder agarrarlo, sin poder hacer que vuelva a mi.
Me duelen los pasos que caminaste pisando nuestro silencio, olvidando nuestros momentos. Ansío tu vuelta, nuestra, la imposible pero soñada. Tanto como ver cómo tus pasos que retroceden esas baldosas, haciendo canciones todas esas palabras que nunca me dijiste, que te callaste. Me siento en tu silla, copio tus movimientos como si estuviera escribiendo. Cuando vuelvas, si es que lo haces, acá voy a estar. En espera de que nuestra cama vuelva a ser el edén de las revelaciones, descongelándose de ese frío casi mortal que deja tu ausencia, cada vez que te vas y no volves.

Doisneau la llamo "Los Amantes", pues yo también.


Es lo que siempre tuve: falta de fe en la historia, olvido de los principios.
A. Rimbaud


La oficina cumplía en mi vida un lugar controversial, era una simbolización de las dos partes que se confrontaban en mí; maldita pero sagrada, era la atracción y el rechazo, y tanto como me unía a él también me alejaba.
Todo comenzó 3 años después de haber entrado a la empresa, cuando una noche en su oficina tuvimos nuestra primera vez. A partir de esa noche, las 8 horas diarias que compartíamos trabajando se volvieron mi infierno; desde la primer pisada que daba, ese ruidoso contacto que emitían mis tacos en la vereda del edificio de la calle Figueroa, mis rodillas empezaban su temblequeo y mis uñas iban directamente al filo de mis dientes, nuestros cuerpos empezaron a cruzarse entre tolerancia y disfraces. Teníamos que negar toda atracción física, y cuanto más distantes nos mostráramos mejor, para él.
Aparte del café y el cigarrillo, que encerraban como paréntesis la complicidad del acto que nos unía, el sexo era de nuestros placeres el más fluido. Era lo que mas me gustaba acerca de él, porque su soberbia por mas incitante que fuese, era hasta peor que su egocentrismo. Él siempre acompañado, y yo formalmente soltera era mantenida en los suburbios de sus secretos más bochornosos. Pero no importaba el lugar, sabíamos disimular entre nuestros colegas, y quizás era gracias a la intensidad de lo ilícito que sobrepasar ese escenario era cada vez más excitante, y ya en nuestras últimas veces salíamos con miradas airosas.
A él nunca le gustaron las mujeres rellenas; para él, yo era solo un par de tetas, me lo recordaba con sus manos una y otra vez, hasta en público con sus tentaciones que se entrometían en el tumulto de gente. Sus ojos tan negros como malignos hacían juego con su traje preferido, su poder de seducción era innegable y hasta admirado por la mayoría de las personas que lo rodeaban. No podía rechazar su cuerpo por más denigrante que haya sido su propuesta.
La cercanía de nuestros cuerpos mantenía una velocidad ciclotímica. La imagen de los dos escabulléndonos por detrás de las puertas sonaba tan gracioso como la imagen añeja de películas mudas pero acompañadas por canciones de Charles Aznavour. Todo realmente empezaba por el atrevimiento de las propuestas, quizás implícitas en la perseverancia de las pupilas fijas y en los labios fruncidos. Las mejores de las convergencias sucedían cuando la magnitud de las expectativas no inundaban las posibilidades del suceder, y así comenzaba el acercamiento; mi mano que acomodaba el mechón sobre mi frente, el bretel del corpiño, bajaba por el borde grueso de la remera de algodón hasta rozar con mi pantalón, para luego llegar zigzagueando a su hombro, que acompañado por mi boca sobre su oído hacia que mi cuello tuviera que rozar el suyo.
El simple hecho de abrir la puerta del auto, entrar al ascensor de su departamento o cerrar la puerta del baño del lugar de donde estábamos significaba el comienzo de un choque violento que arrasaba con todo tipo de superficie corporal cubierta, y más de una vez llegamos a lastimarnos -siempre tuvimos esa obscenidad jovial que nos llevaba a un ritmo acelerado de coger- mi espalda contra el espejo del baño, el suyo contra el metal del ascensor, mis piernas entreabiertas en el borde de la cama. Solía perder los botones de mis camisas, sus cintos terminaban rotos y con alguna marca de rasguño viejo en la espalda.
Tuve que soportar todo tipo de escena de seducción, porque aparte de ser el preferido del Sr.Notra –nuestro jefe- también era el de las secretarias, todas verdaderas “asistontas” de abogados profesionales como lo era él.
Como mujer de ilusiones quebradas, siempre tuve mis impulsos y mis intentos de acercamiento hacia él en pleno hábitat laboral. Y me duele admitir que al principio sufrí de una credulidad casi flageladora, que me condujo a principios de una claustrofobia cada vez que lo veía negarse a un acercamiento sexual conmigo, negándose a mi-nuestra creída rutina. Su respuesta era siempre un rechazo escénico seguido por un sigiloso acercamiento por detrás de alguna puerta cerrada, me rozaba fácilmente las partes íntimas y se iba. Como caramelo todavía envuelto me encontraba entonces todas las mañanas, en el baño, o en su defecto debajo de mi escritorio con las persianas bajas, luego de ese minúsculo acercamiento con la sensación de ser ahogada por el incendio interior que me dejaban sus dedos, intentaba llegar y ahí es cuando me daba cuenta cuánto necesitaba de los suyos.
Supongo que fue luego de un tiempo sin ni siquiera tocarnos, que aprendí con mis propias técnicas llegar al más satisfactorio de todos los orgasmos. Recordaba su lengua en mis partes, redondeando con suavidad toda cavidad húmeda. Y de alguna manera era mi revancha hacia su ausencia sentir que podía llegar por mí misma.
Más de una vez intenté acercarme a su interior, y quizás fue ése mi peor error; tratar de nadar en esa superficie tan frívola e insulsa como era él. La “relación” intentó culminar en un final de semen amargo, pero mi predicción era errada. El sabor era como el dicho, pero era demasiado ingenuo pensar que el final estaba cerca.
Después de esos 4 meses sin su cuerpo y la perdición que producía la falta de su tacto, me encontré tan vulnerable como semi-desnuda, desesperada en la puerta de su departamento con su vino favorito y un paraguas en mis manos. Vacilé en mis últimos pasos hacia la puerta pero no en el momento de abrirla, otro indicio de ingenuidad; pensar que el uso del timbre no era una opción para mí.
Estaba sentado junto a la ventana, del otro lado llovía y el vidrio estaba empañado. Todo me recordaba a “Una lluvia Irlandesa”. Sus ojos se mostraron sorpresivos y rápidamente corrió hacia donde me encontraba, mientras yo absurdamente usaba el paraguas como armadura. No dudó en recibir mi beso y me abrazó durante el mismo tiempo que tardamos en terminar encamados.
Noté que estaba ausente –tardo en terminar- y que dudaba en emitir ciertas frases hasta que su boca pronunció las palabras que cambiaron mi rumbo; “Estoy comprometido…y la quiero”, yo realmente no pude entenderlo. Un excremento social como lo era –y sigue siendo- no podía verdaderamente querer a alguien, y no creo que lo haya hecho aún. No solo su interés es solo material sino que no tiene otra preocupación que lo estético, ella era otra de sus victimas pero no pretendía defenderla, tenía que seguir siendo mío como una vez lo creí haber sido.
Me enojé y acostada le di la espalda, se acurrucó contra mí y pronunció algunas palabras que sonaron a ruido y no remediaron mucho el momento. Mientras él trataba de explicarme el cómo de la situación, el teléfono sonó y pasé de estar estupefacta a ser una demoledora esquizofrénica. Con mi brazo arrasé con todos los objetos cercanos, y cuanto más me abrazaba por detrás intentando calmarme peor era mi rebeldía; más se estremecía mi lado violento. Las lágrimas comenzaron a caer enrojeciendo mis cachetes, y él aferrado a mi espalda, tapaba mi boca intentando desvanecer todos mis gritos.
Lo sospeché, lo supuse y lo confirmé, era ella. Realmente no entendí cómo dude en agarrar el teléfono y confesarle en llantos lo mierda que él verdaderamente era, y cuanto hacía que “estaba” conmigo.
La despidió con un “beso” y un “amor” en la misma frase, y no tuve otra opción que tirarme desahuciada a la cama. Trató, con un tono nervioso y un vocabulario para nada usual de él, contarme su historia y cuánto la quería, pero inmediatamente corrí hasta la puerta donde intento frenarme, y finalmente salí. Desgraciadamente no pude hacer más de 3 pasos sin largarme a llorar de vuelta y en el porche del edificio me vi rodeada de síntomas que presagiaban un ataque de pánico. Mi vista se nubló y de a poco dejé de sentir las piernas, cuando me desperté estaba en su cama, con sus ojos y los de ella mirándome lastimosamente.
Esa fue la última vez que “hablamos” extendidamente. Recordaba poco de esa noche y dicho por mi analista, era mejor que no lo hiciera. Después de un par de meses comencé a trabajar en tribunales, y todavía avergonzada lo dejé a él atrás.
Atrás… atrás hasta que unos años después de ese último encuentro, ése en el que mis ojos apurados por el ascensor que se cerraba se despedían de su cuerpo, esa misma madrugada en la que no pude pronunciar su nombre al huir, después de ese instante en el que me creí lo suficientemente fuerte para olvidar que él simbolizaba en mi una debilidad tan existencial como hiriente, supe que realmente nunca se había ido de mi cabeza, que la obsesión hacia él seguía consumiéndome como lo había hecho antes, y que nuestros cuerpos, como mareas perdidas en el vasto océano que es éste mundo, seguían controladas por una fuerza sobrenatural como son las atracciones gravitacionales. Todavía vamos y venimos, y ya no como colegas.

The Past Precedes


La madrugada se acercaba, aparecía. Nacía y el maquillaje se le corría. Se asomaba y el peinado se descabellaba. Madrugaba y su cuerpo se caía.
Le costaba destronarse de sus tacos altos, para con sus pies ya descalzos volver a sí. Volver, aterrizar, sentir, sentirse.
Su imagen se desmoronaba con los primeros rayos de sol, esos que con ella entraban al traspasaba la puerta. Sus ojos se humedecían al chocarse con semejante insustancialidad envuelta en cuatro paredes, al volver al laberinto de fantasmas que habitaban en su llamado hogar.
Era una desnudez casi hiriente. El frío de las baldosas que corría por sus tobillos, se arrastraba por la pantorrilla y llegaban amenazando al más sabroso de los muslos. Primero la punta del dedo mayor, las demás llamas de los dedos, la planta del pie, el talón. El tacto, el contacto. De vuelta; sentirse.
Cada espacio de la sala se veía invadida por una soledad fascista e infinita que llenaba hasta esos rincones iluminados por las minúsculas transparencias del amanecer. Ésta era como un ser con vida propia pero abstracto, tan abstracto como gaseoso –no abstracto-. Un ser fácil de esfumarse y esparcirse, alcanzando así cada huella que mostrara el cargado transitar del tiempo. La acompañaba, la seguía -siempre lo hizo- hasta en lo oscuro de sus pupilas. Somos nuestros propios esclavos.
Ella era y la simpleza de ser era un proceso tan vital como doloroso. Era nadie y su pretender tan artificial era todas las mujeres a la vez. En cada transformación, ella volvía –o recordaba- ser eso que siempre era y se olvidaba. Esa mujer que era e intentaba enmascarar, con pinturas adolescentes, antifaces libertinos y una pose sociable.
Ella era eso que ni hasta su cama lograba cobijar, ese fantasma del que ella temía, su propia soledad.